viernes, 5 de agosto de 2011

La ira después del amor

Ese día decidí lo que debía hacer. El resto sólo fue sentarme y esperar. Aguardar a que el momento llegara.









Héctor llegó esa tarde después de trabajar. Estaba cansado. Las pocas cuadras que había caminado se habían convertido en interminables. Solo quería llegar, quitarse la ropa y descansar. Ese día de trabajo había sido complicado, se presentaron inconvenientes durante su último rondín y estaba un poco perturbado por eso. Al llegar Ana María estaba tomando mates. Compartieron algunos y el tema más recurrente durante el último tiempo se puso sobre la mesa. Nuevamente se encontraban discutiendo por el dinero que él le entregaba a su madre. La pelea no fue diferente a otras, él levantó la voz, ella enfurecida continuó reprochándole la relación “enfermiza” que tenía con su madre y Héctor rabioso golpeó la mesa con su puño, comenzó a insultarla y se abalanzó sobre ella. Ana María volteó rápidamente y desesperada tomó una trincheta que tenía sobre el modular que estaba detrás suyo en el comedor. La tenía siempre a mano para las ocasiones en las que Héctor se enojaba y quería golpearla. La amenaza de cortarlo funcionaba para calmarlo. Él se alejó unos centímetros y ella le dijo que se vaya de la casa si eso era lo que quería, que se fuera con su madre y que no volviera más, aunque en el fondo no era lo que deseaba.

Héctor no contestó. Hubo un silencio tan absoluto que sólo se escuchaba la agitación de Ana María. Él se retiró hacia el dormitorio mientras se decía a si mismo que esa sería la última vez que soportaría una discusión sobre ese tema, ya estaba harto, no toleraría más esa situación. Descansaría y por la noche se iría definitivamente a casa de sus padres, algo con lo que venía amenazando y que a Ana María la alteraba bastante. Aunque esa tarde fue especial. Ninguno de los dos imaginaba que el final estaba pendiendo de un hilo que luego del quinto mate se cortó.


Luego de unos minutos a Héctor el cansancio y el malhumor lo vencieron y se durmió. Ana María no corrió con la misma suerte. Estaba histérica. Dejó las cosas del mate sobre la mesa y se fue a la cocina, sólo quería caminar, estar en movimiento. Los nervios la hacían palpitar y no sabía qué hacer para calmarse. Sobre la mesada estaba su bolso, sacó de él unas pastillas, buscó un vaso, sacó agua de la canilla y mientras las tomaba, por la ventana de la cocina miró hacia el patio y supo que esa era la opción después de todo. Se había cruzado por su mente muchas veces en los últimos meses y finalmente el momento había llegado. Estaba ciega del odio. Odiaba a “esa vieja” y lo odiaba a él por preferirla, así que ya no había más nada que pensar.

Luego de esa tarde, exactamente 4 días después, la policía fue a la casa de Ana María. La estaban buscando ya que su pareja hacía días que no era visto y Rosa, la madre de Héctor, había pedido que lo buscaran allí. Golpearon la puerta del frente y abrió una delgada y joven mujer de cutis blanco, pelo teñido y bastante desalinaeda, que estaba con su novio. Ana María vivía en la casa trasera, adelante, su hija y su yerno. Los oficiales atravesaron un pasillo, luego un patio y llegaron a la otra vivienda. Los atendió Ibarra, el ex marido, de quien se había separado hacía cuatro meses. Ella no estaba en casa, había viajado a lo de su hermana en San José de la Esquina y le había pedido que cuide al hijo de ambos, David.

El reloj marcaba las 8 de la noche del domingo y golpeaban la descascarada puerta de madera. El sonido era contundente. Ramón Ibarra le dijo a su hijo que se despreocupara que él iba a atender. A medida que la puerta se abría dejaba entrar una escasa luz que alcanzó a delimitar una silueta y luego otra. Buscaban a la dueña de casa pero no estaba, había viajado repentinamente. La policía les explicó la situación. Hablaron con ambos y se retiraron. Volvieron a la comisaria sin demasiado interés. Como indica el procedimiento llamaron a la hermana de Ana María quien preguntó por qué motivos la buscaban. La policía explicó que trataban de saber sobre Héctor, su pareja, pero ella se mostró desinteresada y negó conocer el paradero de su hermana. Los uniformados no supieron más nada del caso hasta las 23.50 cuando el teléfono sonó.


El teléfono sonó de manera estridente, atendieron y del otro lado se oía la voz titubeante de una mujer. Era nuevamente la hermana de Ana María desde San José de la Esquina. Le dijo a la policía que había mentido y que estaba preocupada por su hermana. Volvió a preguntar por la gravedad del caso y confesó que la sorprendió su visita, que no la esperaba. Al llegar, le había dicho que iba para hacer unos trámites en el registro civil y que estaba muy perturbada. Tomaba muchas pastillas, estaba nerviosa y en una conversación le contó que le había pedido a David que cavara un pozo en el patio de la casa para hacer una huerta, pero que le llamaba la atención porque Ana María nunca antes había mostrado interés en esas cosas.

La policía sintió que ese indicio los conduciría a la respuesta del caso. El sargento Ramón Gutiérrez, el cabo Miguel Ángel Pando y José Burdiso de inmediato abordaron el móvil policial 2888 y se dirigieron a la vivienda de calle San Luis al 500. Había algo raro. Pese al apuro no prendieron las balizas, llegaron de improviso a la vivienda. Nuevamente los atendió Ibarra . Los ruidos hicieron que David se despertara. Sorprendido al escuchar el alboroto saltó de la cama. Era la segunda vez en siete horas que su casa estaba con policías en su interior. Gutierrez pidió hablar con el joven y le preguntó sobre la existencia de un pozo en el patio de su casa. Este explicó que hacía un mes su madre le había pedido que lo cavara, pero que hacía dos o tres días que estaba tapado.

Esta vez la policía no titubeó y fue directo hacia el fondo de la casa. Atravesaron el pequeño comedor y llegaron al patio trasero. David les señaló un rectángulo de dos metros de largo por uno de ancho que tenía  tierra revuelta. Estaba contra la pared de la cocina. Pando, Gutierrez y Burdiso no dudaron en comenzar a cavar allí. Al lugar ya habían llegado la hija de Ana María y su novio, ya estaban su padre y su hermana observando atentamente a los policías. Las primeras paladas fueron cuidadosas. De repente, tocaron en el suelo algo duro. Se sentía hueco. Había sólo 20 centímetros de profundidad. David repetía que a ese pozo lo había hecho él porque su madre quería hacer una huerta pero que después lo había tapado. Llamaron a los bomberos de Prefectura para que los ayudaran a delimitar la zona, mientras tanto la excavación se detuvo. Al presumir que allí se encontraba el cuerpo de Héctor, los efectivos comenzaron a buscar más indicios en el interior de la casa. Uno de ellos, Burdiso, entró al cuarto y notó algo raro. Tal vez fue instinto, pero no estaba equivocado. Revisó las paredes y notó algunas manchas, nada demasiado revelador pero al destender la cama observó que el colchón de dos plazas en uno de sus lados, el que apoyaba contra la parrilla, tenía cosida una sábana. Llamó a sus compañeros, tomó un cuchillo y lo abrió de inmediato. El colchón tenía manchas de sangre que ya estaba seca.

Veinte minutos más tarde llegaron los bomberos de Prefectura. El ayudante de primera Cordi dirigía a sus hombres. Comenzaron a trabajar y de inmediato Gutiérrez, Pando y Burdiso divisaron una sábana ensangrentada. Sus corazones latían cada vez más rápido y la cara de Ibarra que estaba apoyado contra el umbral de la puerta trasera se iba desencajando. Al quitar toda la tierra no hubo más dudas.

Sé que fue muy duro para vos, y que debió ser muy feo que te metieran preso. Pero yo quería hacer lo mejor para los dos y Héctor no me dio otra oportunidad. Yo quería que las cosas estén bien y que se quedara en casa. Que me hiciera compañía, para no estar sola.


El cuerpo estaba allí, boca abajo envuelto en una sábana. Gutiérrez lo desenvolvió lentamente, el cuerpo pesaba bastante y el olor era nauseabundo. Mientras llamaban al médico policial Pando no quitaba los ojos de esa sábana, no quería perderse de ningún detalle, estos casos no eran frecuentes. Al terminar de rodar el cuerpo por ella observaron a un hombre en un avanzado estado de descomposición, hinchado y con varios golpes y heridas. La hija de Ana María ante la irrefutable prueba de asesinato comenzó a llorar y su novio la alejó del lugar. Ibarra se llevó a su hijo al interior de la casa y los policías de inmediato los esposaron. Todos debían declarar. El agente Reynoso del área de Criminalística fotografió el lugar, las paredes, habitaciones, el pozo y el cuerpo. Se cerró la casa y se libró una orden de detención para Ana María.

Una vez en la comisaría David, que aún no podía entender la situación, negaba que su madre fuera capaz de hacer una cosa semejante. Él había estado tomando mates con ella la madrugada antes de que se fuera. Había llegado del boliche y la encontró sentada en el comedor. Se quedaron charlando. Él se fue a dormir porque estaba cansado y ella se quedó allí. A la mañana siguiente no estaba más. Luego se enteró que había ido a visitar a su tía. En cuanto a la quinta, explicó que su madre hacía un mes lo había enviado a averiguar cómo se armaba porque quería plantar unos vegetales y que los había sembrado antes de viajar a San José de la Esquina.

Amigos de Ana María también declararon ante la policía y aseguraban que esa tarde, antes de su viaje, habían estado con ella. Se sentaron en el comedor como siempre, hablaron y tomaron mates.





Esa tarde en la casa de Ana María el destino de todos había cambiado. Nada fue igual a partir de ese momento.

Después de matarlo me puse a pensar y encontré las razones de por qué lo había matado. La primera fue porque me dijo que era una cobarde y no me animaría a hacer nada. Y la segunda porque él mismo me pidió que lo matara de una vez por todas. Mientras él dormía yo tenía tanta rabia que busqué un martillo y fui hasta la pieza. Agarré una almohada y se la puse en la cara, ahí él se despertó y sobresaltado me preguntó qué estaba haciendo, que si quería matarlo que lo hiciera que ya lo tenía cansado. Él nunca pensó que yo lo haría, y lo hice. Primero le pegué con el martillo en la cabeza y como todavía respiraba yo entré en pánico. Ahí me di cuenta de lo que había hecho y le dije «Negro vos no vas a sufrir más», busqué un cuchillo mientras él temblaba, me senté arriba de él y se lo clavé en el cuello. No le encuentro justificación a lo que hice. No tiene explicación.

Según el médico policial, el cuerpo de Héctor al momento de ser hallado llevaba varios días sin vida. Más tarde, la autopsia determinó que presentaba un fuerte golpe en el parietal derecho, un puntazo detrás de la oreja izquierda y dos cortes en el cuello realizados con un arma blanca.

Ana María llegó a la comisaría custodiada por los policías. Durante el viaje no emitió una sola palabra sobre el hecho, solamente hablaba de su delicado estado mental y de que se automedicaba. Del patrullero bajó una mujer alta, robusta, morocha, de pelo oscuro largo. Por su cara parecía afligida, perturbada. Traía consigo un bolso. Cuando la policía lo revisó, antes de interrogarla, halló en su interior una bolsa con diferentes pastillas, varias de ellas tranquilizantes.

El parte preventivo del último día de junio indicaba que un hombre de 38 años había sido encontrado enterrado en un pozo en una vivienda de Puerto General San Martín que pertenecía a su pareja. Él se desempeñaba como vigilante en una empresa de gas de esa ciudad. Hacía tres años habían comenzado una relación sentimental que tenía altos y bajos que preocupaban a la mujer. Ella tenía 39 años y se comentaba en el barrio que no se encontraba bien.

Durante el juicio Ana María alegó que nada de lo sucedido fue premeditado y su abogado desestimó cualquier tipo de participación de David en el caso. Ningún vecino notó lo que había sucedido, pese a que el patio donde yacía Héctor estaba cercado solamente por un tejido y desde él se podían observar todas las viviendas lindantes. Para todos parecía un misterio, menos para Ana María. Ella era la única que sabía lo que realmente sucedió en el interior de su vivienda esa tarde cuando Héctor volvió de trabajar.

Tras la detención comenzaron las investigaciones y Ana María tuvo su condena luego de un año. En el juicio se debatió si actuó con alevosía, como pedía el fiscal, o bajo un estado de emoción violenta, como planteó el defensor oficial.  Finalmente, el juez  la condenó por homicidio simple y su sentencia fue de 14 años, pero el abogado defensor apeló el fallo y se busca la reducción de la pena.

Pese a la decisión de la corte, muchas dudas quedaron regadas a lo largo del caso. ¿Por qué ningún vecino observó que un cuerpo estaba siendo enterrado en el patio? ¿Qué grado de conocimiento tuvo su hijo, quien cavó el pozo un mes antes del hecho? ¿Cómo sus amigos que fueron a visitarla esa tarde no observaron nada extraño?

Ana María había repasado el asesinato una y otra vez en su mente. Las cosas no estaban bien entre ellos y la aterraba el hecho de que él la dejara. Solo debía esperar a que se diera el momento. Esa tarde, cuando Héctor entró de malhumor a su casa y discutieron por el dinero que le entregaba a su madre, ella tomó la decisión. Miró por la ventana de la cocina que daba al patio y encontró la respuesta a la pregunta que tantas veces se había hecho respecto a qué hacer con su relación.

Al entrar a la habitación lo vio dormido y aprovechó la situación. Al poco tiempo llegaron a su casa unos amigos por lo que cubrió la cama y puso el cuerpo debajo de ella. Cerró la puerta del cuarto y recibió a las visitas. Estuvo charlando con tal naturalidad que nadie sospechó que algo pasara. Una vez que los amigos se habían retirado del lugar, Ana María se dispuso a limpiar la escena. Ya estaba oscuro afuera. Envolvió el cuerpo de Héctor con la sábana de la cama y lo arrastró desde la habitación hasta la puerta que daba al patio. Puso el resto en una bolsa y buscó un juego de sábanas limpias. Forró el lado del colchón manchado con sangre y tendió la cama. Terminó de arrastrar el cuerpo hasta afuera, tomó una pala y lo sepultó. Luego entró, lavó los pisos y las paredes. Nada había sucedido, todo estaba en orden. Héctor era un capítulo finalizado en su vida.

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